Llegás a tu casa no sabés bien a que hora, en parte porque te pasaste la madrugada en un boliche lleno de locas histéricas que no paran de tomar speed con vodka como si fuera un elixir de la juventud, y de mirar chicos como si fueran pederastas a los que se les desorbitan los ojos cuando pasa una púber con los senos desarrollados, en parte porque saliste de ese lugar con las pupilas dilatadas del porro que te fumaste antes de salir, las porquerías que te prepararon para que te emborraches ahí adentro, y la poquísima luz a la que te acostumbraste. Ahí mismo cuando salís, te agarra una ceguera instantánea, se te abren las pupilas, sentís el aire fresco de la mañana, sentís náuseas, te ponés blanco, pero te aguantás, ya que te parece un poco más digno esperar a llegar a tu casa y zambullir la cabeza en el inodoro. Al mismo tiempo, la luz del día te provoca ese extraño sentimiento de depresión, de saber que ya tenés que volver a tu casa, vomitar, lavarte los dientes, acostarte, volver a levantarte, vomitar otra vez, acostarte otra vez sin lavarte los dientes y reírte de lo borracho que estás y de cómo parece que te estás cayendo. Te agarrás fuerte de la cama y te estirás. A los cuatro segundos suena el despertador del celular, que ingenuamente programaste la noche anterior para poder levantarte, desayunar, comprar lo necesario para el día y saludar a tus padres dignamente. Como podés, agarrás el teléfono infernal y apagás la alarma, pero no la apagás, entonces vuelve a sonar en 5 minutos. Te despertás, te sentás en la cama, la apagás y la volvés a programar para poder dormir al menos tres horas. Te despertás con el timbre. Son tus padres que felizmente esperan en el hall del edificio con una canasta de mimbre llena de comida y accesorios para el mate. Están contentos, arreglados como pueden, y con cara de haber dormido desde las once de la noche del día anterior. Te levantás, te das cuenta que dormiste vestido y con las zapatillas pegoteadas de tantos tragos que se te cayeron encima. Te lavás la cara y bajás a abrirles. Sentís que hablan como cotorras en celo y les decís que te vas a dar un baño. Por suerte, ya habías dejado todo listo la noche anterior. Salís de bañarte, seguís con náuseas, así que bajás otra vez y comprás una seven up en los chinos de enfrente. Volvés, y mientras tu papá examina tu departamento como un policía, tu mamá está poniendo los platos y cortando la carne, todo al mismo tiempo. Te sentás, comés un bocado y tomás un vaso de seven up, pero en ese instante tu papá recuerda que trajo una botella de vino trivarietal Cabernet-Malbec-Syrah, ese que tanto te gusta, y empezás a tomar con la comida. Hablan, hablan y hablan. Les das los regalos, asienten con sonrisas a todo lo que decís y mientras tu mamá lava los platos, tu papá te habla de las elecciones. Aprovechás para comentarles que octubre es el peor mes del estudiante, y prometen no quedarse hasta muy tarde. Llega la hora del mate. Mientras tu papá se recuesta para tratar de digerir todo lo que tomó y comió, tu mamá empieza a sacar el pesado equipo de mate que trajo, pero la convencés de que lo guarde y que busque lo necesario en la cocina. Preparan el mate, hablan de recetas de cocina y de lo bueno que es separar la ropa de color de la blanca al lavarla. Se hace tarde. Se van a su casa, ésa en la que viviste hasta los veinte y tantos y te acordás de tu habitación, ahora convertida en la sala del home theatre felizmente adquirido por una feliz pareja de padres que intentan superar el síndrome del nido vacío con artefactos electrónicos de primera línea. Los saludás, y al darte vuelta para entrar te chocás con la madame del departamento privado, que salió a sacar la basura, una bolsa llena de yerba usada, botellas de sprite y pegajosos condones acumulados en el fondo, sinónimo de la rentable y trabajosa noche que pasaron las pulposas chicas del primero. Entrás rápidamente a tu departamento y te acostás en la cama. Te depertás dos horas más tarde, con dolor de cabeza. Te tomás tres cafiaspirinas y te decidís a estudiar, pero te das cuenta que ya son las nueve y media de la noche y eso te genera hambre. Te preparás unos sándwiches con el pan lactal de hace una semana y las sobras frías de la carne que trajo tu mamá, prendés la tele. La apagás, comés rápido, tomás un vaso de seven up y te tirás a leer. Son las diez de la noche. De sólo leer los títulos de los textos te da sueño, y decidís que lo mejor es acostarse temprano para poder empezar bien la semana. Te vas a acostar, te levantás otra vez, vas al baño, orinás, te lavás los dientes y te volvés a acostar. Ahora no pegás un ojo. Te levantás otra vez y te sentás frente a la computadora, en bóxer. No podés concentrarte para estudiar, ni escribir, ni dormir. Ni siquiera te dan ganas de masturbarte. Te ponés a mirar fotos viejas y te deprimís tan sólo de pensar que ya gastaste todo tu domingo y no hiciste "nada" productivo. Volvés a la cama. Ya son las doce y media. Te ponés a leer una novela. Te quedás leyendo hasta las tres. Te preparás para dormir. Una hora más tarde seguís despierto, y te acordás de programar el despertador. Te volvés a acomodar entre las sábanas y te dormís. Tres horas más tarde te despierta el horrible ring tone de tu celular, ése que te dice que tenés que ir a trabajar. Te levantás medio dormido y te das cuenta que no hiciste "nada" productivo en tu domingo. Te bañás, te ponés ropa limpia y perfume, y salís corriendo a tomar el subte.